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No con las nuevas coreografías educativas – Carlos Díaz

Ando con mi candil encendido buscando un hombre por las vacías calles del mundo. Me presento a viejos conocidos para ofrecerles charlas sin costo alguno. Me responden que ahora no, pues ya la gente no quiere encuentros en tiempo real, pues el único tiempo real ha pasado a ser el tiempo virtual como ahora se dice. La vieja realidad ha sido sustituida por un espacio-tiempoo, el de las terrazas, los cafés y bares, al que la gente se adapta tan gozosamente que lo llaman nueva normalidad. Es este un ejemplo prodigioso de mutación: al cambiar los nombres de las cosas cambian también las cosas mismas, tal vez porque las cosas que había carecían de una densidad suficiente.

Cuando insisto a mis viejos amigos editores o similares me dicen que no, que no hay ya gente que quiera oír “conferencias magistrales”, lo que sería un honor inmenso para quien –como es mi caso- sólo ha querido ser maestro, un maestrillo con voluntad de magistrar con sus librillos. Los nuevos centros de irradiación cultural no me recuerdan o hacen como que no me recuerdan, no hay para mí un lugarcito en la foto.

Llevado por mi necesidad comunicativa, recurro nuevamente a ellos diciendo que, aunque vengan pocos a la charla (le llamo charla, por si cuela gracias a su levedad) no me importa demasiado, pues ya estoy acostumbrado a la rebelión o deserción de las masas. Pero tampoco cuela: hay que pagar a los trabajadores que vengan a acondicionar el local y a poner las sillas, me dicen, y que eso no compensa. Añado que todavía podría dirigirme al público sin necesidad de micrófono porque afortunadamente conservo un chorro de voz y mi plectro canoro no ha disminuido tanto como mi potencia de micción. Pero en este momento es cuando comienzan a empujarme suavecito hacia la puerta de salida, que ahora ya no es la misma que la puerta de entrada de hace un instante.

Invito a los cuatro fieles a perorar y a per/olarles o per/rogarles que vengan a mi modesta casa que es la suya para hablar de algo, con unas buenas cervezas y unas cuantas tapas de su agrado. Vienen tres el primer día, dos el segundo, uno el tercero, que además me reclama algún dinero en compensación por el tiempo perdido, amenazando con irse a otra tertulia mejor pagada; afortunadamente no ha llamado a la guardia civil, lo que agradezco

Harto ya de tanto y tan cruel fracaso, me decido por echarme a la calle y ponerme en cualquier esquina. Mejorando un poco la tecnología, sigo la pedagogía de Juan el Bautista que consistía en predicar en el desierto. Me lío la manta a la cabeza y agarro un megáfono de mi abuelo, con resultado de voz metálica saliendo de mi babera, como le ocurría al magnífico Agilulfo, il cavagliero inesistente de Italo Calvino. Algunos se detienen por la curiosidad, pero pronto ponen pies en polvorosa, si bien no me han faltado algunos céntimos de euro con los cuales y un poco de más he sacado para un bocata, suculento manjar de los hijos de la mendicidad reflexiva.

Pero al final, como los malos jugadores de tenis, aplasto enfadado la raqueta (en este caso el megáfono) contra el asfalto, y me voy a pelotear a otra parte, o mejor, me echo al monte. Desafiando al franciscano lobo de Gubbio, he tenido la ocurrencia de subir al monte Auvernia a llorar y a gritarle a pleno pulmón que, en ausencia de escuchas, quiero oír rugir su voz desde las entrañas de la tierra. Yo quiero ser llorando ese hortelano para desestercolar la tierra desde la cual Francisco, el asisense, sigue mostrando sus amorosos estigmas a los pocos franciscanos que aún perseveran. Pues si nos faltan maestros vivos de quienes aprender, ¿por qué no comenzar a conversar con nuestros difuntos? Suelo hacerlo a la caída de la tarde en mi humilde casa tuya -Bonacasa para respetar el apellido- bien aleccionado por tan excelente conversa.

Tras el modesto refrigerio he abierto por elección y eligencia la lectio de cada día, su tolle, lege, lee y no pares de leer. Y aquí estoy, aunque fracasado en la oralidad escribiendo sin embargo como siempre para ti, con esta escritura a la que por mi impericia sobran palabras y falta voz, con la cual clama en el desierto. La luz está muy cara, pero me quedan las velas. Uno es las velas que uno usa, mil veces derretidas y mil veces renovadas, cera somos y a la cera siempre volveremos. Dicen que no hay más cera que la que arde, y un poco es verdad; pero quien ha desplegado y sigue desplegando sus velas toda vida es cera, combustión, ígnea flama. Nada de velatorio, las velas que sólo han servido para los catafalcos no son para Ulises el mástil al que se aferra buscando no ser convertido en cerdo durante su último viaje por la Circe que arrastra a sus marineros hasta el último silencio abisal: alumbramiento del ocaso.

Que la llama perdure antes de caer sobre nosotros la noche del olvido y del tiempo fugaz al que los corazones lloran. Que podamos continuar navegando y descifrando signos en la oscuridad, como el esclavo platónico que aspira a salir del fondo de su caverna. Que las velas den luz a nuestros ojos y nos hagan ver lo invisible cuando ya seamos cuencas vaciadas por la enésima de las enésimas lecturas. Que el nacido para la luz supere su condición de boddhisatva para convertirse al fin en budda, en iluminado iluminador, cuyo modesto cuenco de madera arrastrado por la corriente brille por la fuerza de su excesivo resplandecer; solo para el cobarde tienen sentido los ídolos de la caverna en que se esconde. Que, recuperada la facultad de escribir, a la mañana siguiente se levante tan temprano como las fuerzas le permitan y remonte los nuevos cerros, aunque sean los de Úbeda, y allá alancee de nuevo molinos y gigantes mediáticos en busca de su Dulcinea. Qué bella es la vida, Marcelino.

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