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Otra vez a Latinoamérica - Carlos Díaz

¿Por qué me dueles? Porque tu dolor despierta y activa el mío y pasas a ser importante para mí: por eso sufro tu sufrir. Me dueles por el querer con el que quiero quererte. Tú me dueles porque me dañas, porque te dañas, por lo que te hago, por lo que no te hago, por lo que otros te hacen, por lo que tú no sabes hacer, ni siquiera sé por qué me dueles. Mi dolor por ti deviene con/dolencia, aunque no se deba exigir reciprocidad al respecto (nadie tiene “derecho” a que le quieran). La manera más profunda de comprenderte es sufrir por ti, de ahí que cada ser humano se parezca tanto a su dolor.

Sentirse interpelado por el tú es una gracia, aunque nos haga sufrir, si nuestra capacidad de acoger con amor es mayor que nuestro esfuerzo; sólo así se aguanta desde una opción por él. A la pregunta ¿dónde me gustaría estar ahora mejor que en ningún otro sitio? respondo aquí, acompañándote en tu angustia. No podría nadie tratarse como fin en sí mismo, si no cumpliera este requerimiento. La libertad ya no es nuestro intento de eludir el control o de evitar la coacción, sino nuestro reconocimiento de tu derecho a existir. Tu desvalimiento se me impone sin que yo pueda hacer oídos sordos con un “no es mi problema”; mi escapada me acusa. Eres tú quien toma la iniciativa con tu sola presencia; aunque no hagas nada, te interpones en mi camino. Ser yo significa diaconía, estar cosido a responsabilidades. Extranjero para mí mismo, ob/sesionado por ti, yo soy rehén corresponsable de tu miseria. Nadie puede responder en mi lugar. Mi dignidad está en la respuesta responsable a la segunda persona. Mi conciencia pierde ante ti su primacía y su soberanía. Ante el tú mi conciencia no vuelve triunfalmente sobre sí para reposar complacida en ella misma; no existe mayor hipocresía que la que ha inventado la caridad bien ordenada. El otro es el débil, el pobre, la viuda, el huérfano, el extranjero. Un judío hasid (piadoso), enfermo de Covid-19, agonizaba en el Centro Médico de Afula, al norte de Israel. A la hora de la muerte, y como no llegaba su familia para recitarle el Shemá Israel (Escucha, Israel), la oración más sagrada del judaísmo, lo hizo el enfermero jefe de la unidad, Ibrahim Maher, de religión musulmana: “Para mí era importante que su hija supiera que al menos logramos recitar el Shemá”.

No sólo no debo sentir alegría ante tu desgracia; ni pretextar que tu odio me da derecho a vengarme; ni que me diga a mí mismo que el derecho ha sido violado y que no soy yo, sino el derecho en sí, el que se está vengando; tengo que preocuparme positivamente por ti. El corazón distingue al hombre de la bestia. No odiaré a mi hermano en mi corazón. El odio no tiene justificación. No hay motivo ni razón para odiar; cada aparente motivo es un error y una aberración. No he de pretender una apreciación objetiva de la persona según su valía o dignidad, ni tomar en consideración la maldad de su voluntad, la limitación de su entendimiento, o la absurdez de sus conceptos, ya que lo primero podría suscitar odio contra ella, y lo último desprecio; lo único que se ha de tomar en consideración son sus sufrimientos.

Con esta alegría me marcho el día 19 de abril hasta el 31 de mayo a Latinoamérica. ¿Qué busco? El rostro del otro. El mío lo tengo ya muy visto, y demasiado oído. El Instituto Mounier dice en las solapas de sus libros que parte de lo que recupera de la venta de ellos es para Latinoamérica, pero esa leyenda está superada: va sobre todo para aprender a desaprender lo que sabíamos demasiado bien, tanto que ni lo sabíamos. En Latinoamérica llevamos acampando mucho tiempo nuestras tiendas, las de los niños indefensos, los pobres, los presos, los de “color café”, que nos bendicen. Nunca agradeceremos bastante la resurrección de Jesús en sí y para nosotros.

Probablemente no tenga demasiado tiempo para escribir, pero siempre con vosotros estará mi corazón. Gracias en este domingo de Resurrección.

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