Reflexiones desde un punto de vista personalista comunitario.

Para mí, Irene Vallejo ha pasado a ser una auténtica maestra de hacer juncos con el dardo de la palabra, tanto que incluso cuando discrepo con algunas de sus posiciones le rindo homenaje sincero. Afirma ella, en efecto, que el lenguaje efímero (gestos, aire y ecos) constituyó una época de aladas palabras que el viento dispersaba, y que sólo la memoria podía retener, en contraposición con las palabras escritas. Defiende que conocemos las palabras aladas a través de sus contrarias las palabras inmóviles de la escritura, y que una vez escritas las narraciones pierden su fluidez, su elasticidad, la libertad de improvisación y, en muchos casos, su lenguaje característico.

Del último libro de Irene Vallejo acaba de emerger una tarascada que me ha impactado más que una coz en la cara, lanzándome a la lona cercano al K.O, y no es para menos: “La diana favorita de los chistes fue un estudioso llamado Dídimo, que llegó a publicar el fantástico número de tres o incluso cuatro mil monografías. Dídimo trabajó sin descanso en la Biblioteca durante el siglo I. antes de Cristo escribiendo comentarios y glosarios, mientras el mundo a su alrededor se desgarraba a raíz de las guerras civiles de Roma. Dídimo era conocido por dos motes: Tripas de bronce (Chalkénteros), porque hacía falta tener las entrañas de metal para poder escribir sus innumerables y prolijos comentarios sobre literatura, y el Olvida-libros (Biblioláthas), porque cierta vez dijo en público que una teoría era absurda y entonces le mostraron un ensayo suyo donde la defendía. El hijo de Dídimo, llamado Apión, heredó el infatigable oficio paterno y se cuenta que el emperador Tiberio lo llamaba Pandero del Mundo”1.

Como muy bien dice Irene Vallejo, la literatura consiste en hacer ejercicios de caligrafía sobre la piel, los libros son cuerpos habitados por las palabras, pensamientos tatuados en la piel: “Nuestra piel es una gran página en blanco; el cuerpo, un libro. El tiempo va escribiendo poco a poco su historia en las caras, en los brazos, en los vientres, en los sexos, en las piernas. Recién llegados al mundo nos imprimen en la tripa una gran ‘O’, el ombligo. Después, van apareciendo lentamente otras letras. Las líneas de la mano. Las pecas, como puntos y aparte. Las tachaduras que dejan los médicos cuando abren la carne y luego la cosen. Con el paso de los años, las cicatrices, las arrugas, las manchas y las ramificaciones varicosas trazan las sílabas que relatan una vida. Yo también he encontrado gentes cuyas caras parecen arcilla incisa por la pena. Pero no sólo el tiempo escribe en la piel. Algunas personas se hacen tatuar frases y dibujos para adornarse como pergaminos iluminados. Nunca lo he hecho y, sin embargo, comprendo esa pulsión por dejar huella, colorear y convertir en texto el propio cuerpo”1.

Algunos datos significativos que manejo respecto a España son devastadores:

El 43 % de los millennials cree que no cobrará ninguna pensión de jubilación nunca. El 79 % se encuentra apanicado por su miedo al coronavirus. El 97% necesita hablar diariamente por teléfono para calmar la ansiedad. El 48% de los sancionados por la policía de tráfico conducía bajo los efectos del alcohol o de las otras drogas. El 82% de los alumnos de secundaria odian estudiar porque no ven sentido a lo que aprenden. Añado a estos porcentajes otro aterrador: el 80% de los niños y jóvenes africanos que viven en EEUU han sido abandonados por sus padres, o no han llegado a conocerlos.

Rayando con la picaresca, en los centros universitarios medievales hacían su agosto sopistas y capigorrones, truhanes y menguadores, alquilones y sisadores, alcahuetas y soplonas, barraganas y acomodadores de lechos que acallaban ciertas necesidades de la población estudiantil. En los Carmina Burana, igual que en la poesía trovadoresca, aparece tipificado el estudiante de la Baja Edad media como jugador, pendenciero, amante del vino y de las mujeres, pedigüeño, mendicante y vagamundos, burlón y desacralizador, afecto a los lances de honor y a los desafíos. Esto se comprende mejor si tenemos en cuenta que en la universidad medieval no existía un sistema de evaluación periódica o anual de los cursos, ya que con la sola asistencia, puntualmente vigilada y anotada por los bedeles, se “cursaba” hasta el examen de grado de bachiller, maestro, licenciado, o doctor. No tan lejos de lo que hoy se estila, algo que certifico notarialmente después de tantos años de docencia.

El punto de partida de nuestra vida, aunque parezca raro, es que nos duelen, y mucho, los que no tienen a nadie a quien doler. Y, porque la prueba del dolor sólo es el amor, y el amor pide hacer por el otro, el principio de identidad del yo es el sufrimiento del tú, razón por la cual quien sufre tiene prioridad para nosotros. Nuestra dignidad es la alteropatía, que se manifiesta entregando nuestro tiempo y nuestro dinero a quienes siempre padecen años de vacas flacas, plagas y catástrofes. No proclamamos nuestro compromiso con la rimbombante y narcisista “opción preferencial por los pobres”, pues ella sería un lujo en comparación con la no-opción de aquellos cuya única posibilidad es la permanecer en el sucio albañal. No quisiéramos olvidar que los pobres nos enriquecen humanamente, sin lo cual tampoco saldríamos del engreimiento característico de los redentores low cost. Los pobres de la tierra son nuestros maestros sencillamente porque sufren, no porque sean nuestros héroes.

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