Reflexiones desde un punto de vista personalista comunitario.

Pobre el rey Don García, que espera que con su sofrenada cambie de conducta el crápula de su hijo Don Beltrán:

«Don Beltrán: –Mentís.
Don García: –Quien dice que miento yo, ha mentido.
Don Beltrán: –También eso / es mentir, que aun desmentir / no sabéis sino mintiendo.
Don García: –Pues si dais en no creerme…
Don Beltrán: –¿No seré necio si creo / que vos decís verdad sólo, / y miente el lugar entero? / Lo que importa es desmentir / esta fama con los hechos… / Que nacisteis noble, al fin, / y que yo soy padre vuestro: / y no he de deciros más, / que esta sofrenada espero / que baste para quien tiene / calidad y entendimiento»1.

Entre los abundantes decretos publicados por la Inquisición española ocupa un puesto privilegiado el de 1559 por el que se ordenaba quemar una lista nutrida de escritos espirituales. Santa Teresa, ávida lectora desde su niñez y harta de aquella beatería enfermiza, escribe: «Cuando se quitaron muchos libros de romance ordenando que no se leyeran, yo sentí mucho, porque algunos me daba recreación leerlos». Son siempre los peores que se creen mejores los mismos que hacen imposible crecer a los mejores.

El 20 de mayo de 1939, recién terminada la Guerra civil, Franco ofreció la espada de la victoria al cardenal Gomá, quien agradeció con sentidas palabras aquel «gesto nobilísimo de cristiana edificación», mientras el cardenal Eijo Garay, presente en el solemne acto, declaraba con el botafumeiro en la mano: «Nunca he incensado con tanta satisfacción como lo hago con Su Excelencia»1. De haber estado allí un anarquista hubiera traducido: «Nunca he incendiado con tanta satisfacción como lo hago con Su Excelencia». En España hubo poca diferencia entre incensar e incendiar, como tampoco en confundir el culo con las témporas, según se hacía en la Sección Femenina de Pilar Primo de Rivera, la hermana del falangista José Antonio: «Las mujeres nunca descubren nada; les falta desde luego el talento creador, reservada por Dios para inteligencias varoniles; nosotras no podemos hacer nada más que interpretar mejor o peor lo que los hombres han hecho». ¿Pero entonces fue él solito, Adán, el que engendró a las numerosas proles sin concurso de la parturienta Eva, mientras ella se quedaba interpretando, conforme al refrán «entre santa y santo pared de cal y canto»?

Hasta hace bastante poco creía yo que Heine afirmaba una gran cosa cuando en 1821 escribía: «Donde hoy se queman libros, mañana se quemará a seres humanos». Y no es que no conserve vigencia su afirmación, lo que pasa es que ahora ha perdido mucha intensidad. Primero, porque no se leen libros, pero se siguen quemando seres humanos. Segundo, porque hay libros que merecerían ser quemados para que se quemara a personas. Tercero, porque ahora los libros son electrónicos cada vez más.

Por cierto, ¿conocen ustedes el chiste de aquel individuo que le pregunta a otro qué haría si se viera acorralado por un toro en un callejón sin salida donde no hubiera árboles ni ventanas a donde encaramarse ni vecinos a quienes pedir auxilio? Pues el otro hombre contesta angustiado: «¡So canalla, usté lo que quiere es que me coja el toro!». O, por lo menos, una buena dosis de angustia, que es lo que le pasa a alguna gente con esto del aplauso.

Cuando regresa uno al salón de los libros perdidos recibe de vez en cuando una descarga emocional entre sus páginas. En este, Defensa de la hispanidad, de Ramiro de Maeztu, connotado líder derechista asesinado en la Guerra civil española1, he hallado una banda polícroma y estrecha de fina seda (quince centímetros de largo por uno y medio de ancho) dibujada a mano con un sagrado corazón de María, unas flores debajo, y al final la fecha: 1939. Quién sabe en qué circunstancias.

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