Identidad

El valor de lo eterno en el compromiso de la acción personal - Emmanuel Mounier

Textos seleccionados por Carlos Díaz

Una persona es un ser espiritual constituido como tal por una manera de subsistencia y de independencia en su ser, ella mantiene esta subsistencia por su adhesión a una jerarquía de valores libremente adoptados, asimilados y vividos por un compromiso responsable y una constante conversión; ella unifica así toda su actividad en la libertad y desarrolla por añadidura a golpe de actos creadores la singularidad de su vocación. La persona es en todo hombre una tensión entre sus tres dimensiones espirituales: la que sale de lo bajo y se encarna en un cuerpo; la que se dirige hacia lo alto y lo lleva a lo universal; la que se dirige hacia lo extenso y la lleva hacia una comunión. Vocación, encarnación, comunión son las tres dimensiones de la persona.

Para nosotros lo espiritual es nuestra jerarquía de valores: primacía de lo vital sobre lo material, primacía de los valores de la cultura sobre los valores vitales; pero primacía, sobre todos ellos, de esos valores accesibles a todos en la alegría, en el sufrimiento, en el amor de cada día, y que, conforme a las definiciones de los vocabularios, llamaremos valores de amor, de bondad, de caridad. Esta escala dependerá intrínsecamente, para algunos de entre nosotros, de la existencia de un Dios trascendente y de unos valores cristianos, sin que otros compañeros la consideren como cerrada por arriba. La libre elección constituye una condición previa a una adhesión sincera a estos valores. Estos valores están encarnados en unas personas destinadas a vivir en una comunidad total. No hay comunidades profundas y duraderas si no son comunidades de personas.

Se dice que no es posible estar cerca más que de dos personas o de un pequeño número de ellas: amor, amistad, pequeño grupo de camaradas, de fieles, de militantes. Este agotamiento rápido del impulso comunitario amenaza a las mejores comunidades con degradarse en sociedades cerradas. Sólo siguen siendo elementos de un universo personal si cada uno se mantiene abierto a la universalidad de las personas. En una organización personalista hay responsabilidad por todas partes, creación en todas partes, colaboración en todo: no hay gentes pagadas para pensar y otras para ejecutar, y las más favorecidas para no hacer nada. Pero la organización no excluye la verdadera autoridad, es decir, el orden a la vez jerárquico y viviente, en que el mando nace del mérito personal, sino que es sobre todo una vocación de suscitar personalidades, y aporta a su titular, no un suplemento de honores o de riqueza, o de aislamiento, sino un cúmulo de responsabilidades.

Una persona se prueba por unos compromisos. Un compromiso no es un carné de partido: excelente medio para liberar la conciencia, para huir de las cargas del pensamiento y de la acción auténtica. Ni siquiera es una pasión militante, activa: hay hombres a los que les gusta moverse, o alimentar un cierto calor sentimental que poseen; ellos conmueven, sudan, demuestran; yo pregunto: ¿qué sacrificios hacen? Es un error creer que la autenticidad se consigue con simples proclamas de no-conformismo. El no-conformismo no es una virtud. No hay valores negativos. Hay una forma, hoy bastante frecuente, de no-conformismo que no es más que una especialización del conformismo. Se rechaza el sistema de valores más extendido para adoptar el de una categoría social más reducida hacia el que os arrastra algún interés, algún instinto, alguna desgana o alguna manía. Sin embargo, se comportan exactamente como el más vasto rebaño: repetidores de palabras, y buscadores de tranquilidades sociales. Las virtudes que han dado el impulso para pasar la frontera desaparecen una vez atravesada ésta. La ‘sociedad de los espíritus’, en la que la serenidad de un pensamiento impersonal aseguraría la unanimidad entre los individuos y la paz entre las naciones, ¡como si el pensamiento pudiera ser impersonal!, ¡como si una especie de esperanto para filósofos pudiera reemplazar el esfuerzo de cada hombre particular por dominar sus pasiones particulares y descubrir los valores objetivos! Y ¿qué comunidad se forjaría así? Un pensamiento impersonal sólo puede ser tiránico. Si algunos rechazan el introducir la acción en el pensamiento y en la más alta vida espiritual es porque tienen de ella implícitamente una noción mezquina, reduciéndola al impulso vital, a la utilidad o al devenir. Pero es necesario entenderla en su sentido más comprensivo. Por parte del hombre, designará la experiencia espiritual integral; por parte del ser, su fecundidad íntima. Entonces se puede decir: lo que no actúa no es.

La revolución personal comienza por una toma de mala conciencia revolucionaria. No es tanto la toma de conciencia de un desorden exterior, científicamente establecido, cuanto la toma de conciencia por el sujeto de su propia participación en el desorden hasta aquí inconsciente hasta en sus actitudes espontáneas, en su modo de ser habitual. Viene entonces la renuncia y, después de las negaciones, no una máquina de ‘soluciones’, sino el descubrimiento de un centro de convergencia de las luces parciales que suscita una meditación continuada, unas voluntades particulares que nacen de una voluntad nueva, una conversión continua de toda la persona solidaria, actos, palabras, gestos y principios en la unidad cada vez más rica de un solo compromiso. Tal acción está orientada hacia el testimonio, y no hacia el poder o el éxito individual. Una filosofía para la que existen valores absolutos siente tentaciones de esperar, para actuar, a unas causas perfectas y unos medios irreprochables. Es lo mismo que renunciar a actuar. Sólo nos comprometemos en combates discutibles y en causas imperfectas. Rechazar el compromiso, es rechazar la condición humana. Se aspira a la pureza; demasiado a menudo se llama pureza la ostentación de la idea general, del principio abstracto, de la situación soñada, de los buenos sentimientos, como lo revela el gusto desmedido por las grandes cosas: lo contrario de una heroicidad personal. Este cuidado de pureza expresa a menudo también un narcisismo desenfrenado, una preocupación egocéntrica de integridad espiritual, desgajada del drama colectivo. Más banalmente, lo que sucede es que se cubre con un manto real la impotencia, la pusilanimidad, es decir, la puerilidad. No solamente no conocemos nunca las situaciones ideales, pero ni siquiera escogemos el punto de partida en que se nos pide nuestra acción. Nos atacan de modo distinto y con una urgencia tal como no preveían nuestros esquemas. Tenemos que responder enseguida apostando e inventando, cuando nuestra pereza se disponía a dar soluciones hechas. Se habla siempre de comprometerse como si dependiera de nosotros; pero estamos ya comprometidos, embarcados, preocupados. Por esto la abstención es ilusoria. El escepticismo es todavía una filosofía; quien no hace política hace pasivamente la política del poder establecido. Péguy ofrece este programa: ‘Quien no grita a voz en cuello la verdad, cuando sabe la verdad, se hace cómplice de los mentirosos y de los falsarios.

 

Esto enseña el fundador del personalismo comunitario Emmauel Mounier.

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