COVID19: Un virus deleznable (Diario de campaña 4) - Benito Estrella

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Dicen algunos optimistas bien intencionados que esta pandemia nos hará mejores. Parecerá una tontería, pero ¿estamos dispuestos a usar menos papel para limpiarnos el culo? ¿A viajar menos, tener menos cosas, gastar menos agua, vivir más sobriamente?¿Estamos dispuestos a acoger en nuestra casa a nuestros viejos, los que quieren volver porque han pasado ya la enfermedad en la residencia en donde enfermaron? ¿Cesó la hostilidad, cesó el desprecio? ¿Ha cesado el afán de dominio y poder sobre los otros? ¿No seguimos haciendo nuestros juicios con la misma ligereza irresponsable de siempre? ¿Qué clase de verdad muestran nuestros testimonios, si muestran alguna, en la explosión de noticias y dimes y diretes que es también una explosión de contagio que ha suscitado el virus? Reclamamos a nuestros políticos que no mientan, que sean veraces y transparentes en sus informaciones, que actúen honradamente teniendo presente el bien común y no sus particulares intereses. Pero ¿no habíamos quedado en que todo esto era consustancial con el oficio, que la política era esto? ¿No son los políticos que tenemos ‘nuestros políticos’, los que nosotros mismos hemos querido que estén donde ahora están? ¿No pone esta situación también en cuarentena los fundamentos mismos de nuestra democracia, si es que queremos que sea algo más que un ritual de formalidades que tan fácilmente se prestan a la manipulación y la mentira?

Si entendemos esta pandemia como el resultado del azar y la necesidad que imponen las leyes biológicas, bastará con dejar el asunto en manos de los comités científicos de biólogos, virólogos, epidemiólogos y demás -logos. Son una buena coartada, pues hoy decir ‘científico’ es como decir autoridad indiscutible. Entretanto, nosotros todos podemos seguir así, como siempre, con el festival de nuestra inconsciencia y nuestra irresponsabilidad, tanto si estamos en el poder como si lo sufrimos. ¿Qué importa que nos quiten la libertad? «¡Vivan las caenas!». No encontraremos ningún sentido a estos fenómenos, estas plagas, que se repiten una y otra vez a lo largo de la historia, no sacaremos ninguna lección de ellas, si por encima de un mundo que se justifica y glorifica —en una guerra que dice ganar porque no cuenta vidas sino números— no vemos algún signo de reprobación a nuestra manera de vivir. Todo esto me turba y está poniendo en duelo mi pensar.

XI

Siempre fueron hermanos el dolor y el pensar, pues de los mismos pechos se alimentaron siempre. Pero el pensar no duele como el dolor nos duele, pues el dolor solo se comprende en la piel y sus límites, nuestra carne, invisible, escondida en lo íntimo del ser. ¿Con qué hay que medir el dolor para convertirlo en fuente objetiva de precisos diagnósticos? Árbol de luz y sombra, de la gracia doliente de la vida: la flexible rama, la yema tierna y la desnuda flor, tan frágiles, ¿cuál es su contabilidad?

El virus deleznable tiene su propia agenda de contagios. No respeta ni el color de la piel, ni las naciones con sus fronteras, ni el sexo, ni las ideologías; y es inmune al prejuicio, a la mentira y a la propaganda a pesar de todos los esfuerzos por contagiar al contagiante con interpretaciones interesadas. Pero el virus no nos hace iguales en bondad, en justicia, en sensibilidad, en fortaleza de ánimo, en inteligencia, en solidaridad, en misericordia. Es su pandemia de muerte la que nos iguala, y de manera tan inhumana ahora, pues los muertos entierran a sus muertos y los vivos no podemos enterrar a los nuestros.

Ideas y conceptos, que se usan para clasificar, dividir y enfrentar, ¿de qué sirven a la hora del dolor? El género no es quien ahora me trae a casa la comida, sino Vicente, Brígida, Miguel, María, Antonio, Vicky… Y no es Cataluña quien cura la dolencia de Josep, es Dolors, la enfermera —blanca bruna i fina como un pa de mel—, médicos, auxiliares, soldados, limpiadoras…, comunidad fundada para servir este presente, no un colectivo para ser servido por la masa en tanto viene el futuro que no llega.

Pues decidme, ¿cómo clasificamos, en qué clase de género ponemos el dolor? Porque el dolor no sabe pronunciarse en tercera persona, sin la carne en donde se proclama y lo contiene siempre como suyo, del todo personal e intransferible.

El dolor no mira al individuo como una estadística sin alma; y no puede, genérico, ocupar ese lugar total y general, trivial, gravitatorio espacio que es de todos y es de nadie, frío, usurpado sol que en vez de darnos vida nos da fiebre, un fuego que ni alumbra ni calienta —como aquel que tenía la suegra de Simón Pedro y que Jesús curó tomándole la mano—. Pues la fiebre del virus se puede curar, gracias los sanitarios competentes y entregados que tenemos, pero, ¿cómo se curan, sanan, salvan los males del alma que arrastramos, su fiebre cainita?

El dolor es de carne; no lo cura la ley, sino la mano unida al corazón.