COVID19: El totalitarismo del don - Antonio Calvo Orcal

Una de las formas más hermosa, necesaria y clara del amor es enseñar a volar. Cuando alguien que dice que te ama no pone todo su empeño en cortar el cordón umbilical que te ata a su ser y, a la cara o a escondidas, mantiene algún hilo de sumisión, alguna desconfianza, alguna esclavitud orienta todavía su vida. Y quiere esclavizar la tuya.

Lo sabía por los libros, pero jamás se me había aparecido con tanta claridad y en tan poco tiempo, la sutil, frágil, débil línea que separa una democracia formal y enferma de un totalitarismo. Basta, como decía nuestro magnífico y agudo poeta, que se le conceda poder a un psicópata, a un fanático, o a una banda de narcisos acomodados, para que empiecen a levantar el dedo y, tocándose la boca o la frente, silencio avisen, o amenacen miedo.

Yo mismo estoy sintiendo, desde el principio de este encierro, pero más cuando voy viendo una leve luz al final de este largo túnel, los efectos del coronavirus totalitario en mis tripas. Me siento impotente. Y esta sensación paralizante no se debe a las paredes de la casa donde habito, se debe a las que estrechan y apretujan mi alma. Si la impotencia es el principio de la sumisión, la cosa tiene mal pronóstico. Me siento que me ronda la sumisión.

Y digo yo, que si a mí, que me han funcionado bastante bien las alas de la vida, a mí, que nunca he sido un invisible, ni un malquerido, ni un parado, ni un sin techo, ni se me ha excluido de ningún lugar al que hubiere querido entrar, a mí, que ni siquiera una enfermedad me ha dejado en dique seco una larga temporada, a mí, que he tenido el privilegio de cuidar a mucha gente, de que me escuchen con atención y buena cara otros muchos, me circula por las tripas la impotencia… ¿qué va a ser de los que acumulan el revés de esos privilegios?

Nunca había visto tan de cerca, cara a cara, el totalitarismo en crecimiento. Y os puedo asegurar que me da pavor. Veo su rostro lleno de personas infantilizadas, arrancadas de sus trabajosos días, de un zarpazo. Sin más horizonte que la miseria que ata con el miedo y el agradecimiento al salvador que con los recursos usurpados urde su lujoso desvarío. Veo un rostro de oenegés lozanas y con la conciencia tranquila haciendo la labor amable de aparato respiratorio de las ucimasas, adecentando las formas y legitimando el homicidio cotidiano de salón. Veo los medios de amaestramiento sin cantar la palinodia.

Un totalitarismo del don se acerca a toda prisa. Cuando la justicia se ha travestido o desaparecido, queda la miseria, y el don se cambia en cadena que somete y en velo que lo tapa. Una estrategia muy eficaz para desvitalizar la dignidad. Hay dos tareas urgentes que es menester poner sobre la mesa: la palabra y el amor. Las dos realidades que siempre han erguido al hombre. Quizás, si este bicho que nos ha encogido el alma y nos ha puesto la muerte en el espejo cada día, nos ha limpiado un poco la mirada, haya valido la pena tanto encierro. Quizás, esta vez, volvamos a reconocernos polvo, un poco más enamorados. Quizás…