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Multatuli - Carlos Díaz

A mediados del siglo XIX Eduard Daues eligió como seudónimo para su libro Max Hawelaar, el pseudónimo de Multatuli, que, por crasis semiótica, significa uno que ha sufrido mucho (multa tuli: soporté muchas cosas). Y resulta que a mis dieciocho años mi primer artículo llevó el seudónimo griego de Péponza, el que ha sufrido. Pero ¿qué había yo sufrido? En comparación con lo que vino después, nada; pero el sufrimiento no admite comparaciones, no es mayor ni menor que antes o que después, es el que en estamos sufriendo ahora, cada palo aguantando si puede su vela; y tampoco hay causas mejores o peores para padecer, el dolor que a unos parece una tontería a mí puede sumirme en crisis. Lo que se sufre, al modo de quien lo recibe se sufre.

A estas alturas de mi vida no solamente me duele por mí, pero sin presumir como Schopenhauer de llegar a sentir ‘dolor universal’. Muy particularmente me desasosiega mi incapacidad de amar más a quien me ama menos. Antes de morir, la compañera de Rudolf Rocker le confesó: «“el tecleteo de tu máquina de escribir es música para mis oídos”. Su abnegación infinita me abrió el mundo interior en el que pude elaborar cuanto llevaba en el corazón. Y en este sentido continuaré trabajando»1. A mí esto me parece tan grandioso, que hasta morir tecleteando por la causa en la que uno cree se me hace poco. Ello me libera de vivir en el fango de la vida sobre el estiércol de las historias, y de herir al adversario con pequeñas espinas agudas, es decir, con mugre, calumnias y vilezas. Eso a la vez me redime de mi pequeñez de israelita en el desierto, proclive a la murmuración y digno del reproche de Yahvé: «Durante cuarenta años aquella generación me asqueó y dije es un pueblo de corazón extraviado que no reconoce mi camino». 

Mis maestros, aunque no todos, han tecleteado mucho, incluso en medio de las más serias carencias: «Sofía nos contó algunos sucesos notables de la vida de su esposo Pedro Kropotkin. Cuando ya anciano se sentía muy afectado por la enfermedad, trabajaba con todo empeño en su última obra La Ética, que por desgracia no pudo terminar. En la casa de Dmitrov había dos grandes habitaciones. Una servía a Pedro de gabinete de trabajo; en la otra, atendía Sofía los quehaceres de la casa. Las dos habitaciones estaban separadas por un grueso muro en el que, según la costumbre rusa, se había construido una estufa que calentaba ambos departamentos. Pero, como el combustible en el invierno era muy escaso, cerraba Sofía siempre el acceso del calor a su habitación, para que el gabinete de trabajo de Pedro lo recibiese todo a fin de templar el ambiente durante su labor. Pero él descubrió pronto la treta y, cuando ella volvía la espalda, espiaba sin ruido hacia la estufa, y volvía a abrir el cierre, hasta que Sofía tuvo que renunciar al fin a ese recurso»2. Hay muchas maneras de teclear y de tecletear, en la mesa y en el tecleo se conoce al caballero. Dicen que corren malos tiempos para la lírica, pero sólo para quienes disocian lírica y dramática, en lugar del optimismo trágico, que es el pan nuestro de cada día.

Pues bien, hablando de tecletear, ayer recibí un comentario en una revista en la que tengo una columna, el siguiente comentario respecto a mi crítica al egoísmo convencional durante la pandemia:

«Señor Carlos. No me considero cobarde. Y desde muy joven entendí que la muerte es cosa de todos. Creo que todos lo hemos experimentado. Todos hemos sufrido pérdidas de personas desde una demasiado temprana edad, pero nos defendemos como podemos. ¿Eso es cobardía? Eso quizás sea producto de una cultura que evita afrontar a la muerte de cara, por muy diferentes motivos.

Me he protegido todo lo que he podido contra este virus. Quizás porque sé lo que es un virus. Pienso seguir protegiéndome. Es un país libre. Usted puede tener o no miedo a este virus, pero le rogaría que se pudiera mascarilla, no por usted, sino por mí. Por muy valiente que sea usted y no le tenga miedo a la muerte. Trato de no tejérselo, de hecho, si de repente me quitasen las pilas, a lo mejor hasta me las quitaba personalmente. Pero mire usted, que me tengan intubada un mes con respiración asistida o sencillamente morir por asfixia, no me apetece en absoluto. Lo siento, pero si no digo nada me siento como que de alguna manera estoy de acuerdo con todo lo que dice. Y no es el caso. Me ha molestado profundamente algunas de las cosas que con toda impunidad ha dicho. Y no me voy a callar. Se llama supervivencia, no cobardía. Cosa de los seres vivos».

Estoy perfectamente de acuerdo, señora Carmen: Usted tiene un gran instinto de supervivencia, como todos los animales, como todos los bichos vivientes. Nada más quiere saber del dolor solidario, de la lucha por la mejora común, etc. Y, si lo sabe, es usted perfectamente incapaz de procesar algo más allá de los límites de su muy desarrollado instinto de supervivencia, cosa de los seres vivos. Gentes como usted, doña Carmen, no pueden comprender mi sufrimiento. Aunque estamos en paz: usted no puede defenderse de mis babas si no me pongo la máscara, en eso lleva toda la razón; sin embargo, yo no puedo protegerme de su instinto animal, aunque presuma usted de fidelidad al bozal.

Y, por si no me creen cuando digo que soy multatuli-péponza, pues he aquí el comentario de otra persona, doña Olga, al mismo artículo: «Las ansiedades hedonistas ¿pertenecen a la denostada burguesía?  ¿No serán patrimonio de la Humanidad, como dice la Unesco? Y cuando hablas de los apoyos económicos de Europa y USA, ¿cuáles son?  Porque yo he sabido que Cuba, Rusia y China han apoyado a otros países, pero de Europa Occidental y USA no he escuchado nada hasta ahora…».

A doña Carmen la perdono, a dona Olga la olvido. Y a sufrir, que son dos días.

1 Rocker, R: Artistas y rebeldes. Ediciones Reconstruir, México, 1989, p. 253.

2 Rocker, R: Revolución y regresión. Editorial Cajica, Puebla, México. s/f, pp. 406-407.