Un virus deleznable (Diario de campaña 13) - Benito Estrella

XXI

Uno de los aspectos más ilustrativos que nos ha traído la experiencia de esta pandemia es que ha puesto de manifiesto las contradicciones —¿insalvables?— que ofrece un pensamiento dominante que pretende basar toda decisión humana en presupuestos científico-técnicos de cuya responsabilidad nadie —un ello innominado— se hace cargo en realidad.

En la novela —de Morton Thompson— y la película —de Stanley Kramer— No serás un extraño el protagonista es Lucas Marsh, un médico ambicioso (Robert Mitchum), al que su padre, médico también, le dice un día borracho: «No podrás triunfar como médico a pesar de tu inteligencia y empeño, te falta corazón».

Esta frase, que resume el argumento de fondo de la película, señala para mí dos cosas importantes que tienen relación con la situación de la pandemia del coronavirus:

Una, de nivel práctico e inmediato: la mayoría de nuestros médicos y sanitarios han triunfado en un sentido hondo y peculiar, realmente humano, como ha sido su entrega y servicio a los enfermos sin otra consideración. Son gente de corazón.

Otra, que a otro nivel más general, ideológico e histórico, pone de relieve uno de los puntos en que la Ilustración ha ido descarrilando en estos dos siglos de su desarrollo hasta degenerar en ideología o, aún más, en mito: una visión o lectura del mundo que pretende atender a los asuntos humanos como si fueran mecanismos, objetos sin alma.

En la obra de la que estamos hablando se señala este enfoque de los asuntos humanos en dos detalles importantes: la abundancia de una terminología especializada —muchos latinajos, como señala uno de los personajes— y la cantidad de artilugios mecánicos usados en la sala de operaciones, como un ingrediente especialmente señalado para resaltar el carácter ‘científico’ de la tarea que allí se lleva a cabo. El profesor que enseña en el aula de la universidad, con su bata blanca, añade en una de sus lecciones de anatomía a sus estudiantes ante el cadáver que tienen delante: «No es más que pura mecánica». No me extraña en esta perspectiva la irónica definición que hizo Jardiel Poncela de la medicina: «El arte de llevar a los enfermos a la tumba diciéndoles palabras griegas».

Refiriéndome a la educación, que tantas similitudes tiene con la medicina en lo que respecta al trato con humanos y su mezcla de aspectos éticos y técnicos, he publicado un libro con el título Un extraño en mi escuela. En él defiendo que, para poder ver más cosas de las que la costumbre y la rutina mecánica nos dejan ver en el trabajo diario de las aulas, hay que adoptar una actitud de extrañamiento, lo que parece entrar en contradicción con lo que acabo de decir. Para argumentar sobre esta mirada de extrañamiento, parto de esta cita de Victor Sklovski: «El procedimiento del arte es el procedimiento del extrañamiento del objeto». Si hoy volviera a escribir ese libro añadiría muchos matices a esta tesis del extrañamiento y advertiría con más contundencia que la cita de Sklovski no se refiere a la ciencia, sino al arte. Porque, efectivamente, entiendo que ni la medicina ni la pedagogía son ciencias en sentido estricto, sino artes que en su ejercicio se valen de la ciencia —más la medicina que la pedagogía—.

En toda tarea de investigación y hasta en cualquier oficio se precisa de un cierto extrañamiento a la hora de los diagnósticos y un cierto desapego en sus aplicaciones. Para evitar intereses personales y emociones inoportunas que entorpezcan la eficacia de la tarea. Pero no puede faltar el corazón, pues al fin y al cabo se trata siempre no con objetos mecánicos ni enfermedades abstractas, sino con sujetos humanos, con individuos concretos en la complejidad de sus circunstancias.

Así es que por un lado hay que ser un extraño y por otro no hay que serlo en absoluto. O lo podríamos decir de esta otra manera: a la enfermedad hay que mirarla como un objeto extraño, pero el enfermo nunca debe ser un extraño para nosotros. Y con esto lo que se viene a decir también es que cuando los hechos están impregnados del factor humano suele ocurrir que es consecuentemente el factor humano el que está presente a la hora de investigar y comunicar los hechos. Lo vemos también en la estadística de datos o en las encuestas, cómo su verdad no depende sólo de los métodos y las formas utilizadas en su verificación, sino sobre todo de la honradez profesional y personal de quienes las hacen y las difunden.

Y por todo eso, por mucho que en la retórica de los discursos políticos se recurra a los comités científicos y a los expertos para justificar las decisiones, hay que saber que no estamos ante cuestiones de ‘pura mecánica’, sino ante hechos humanos complejos en los entran factores psicológicos, sociales, políticos, filosóficos, éticos y hasta religiosos… En fin, tratamos con lo humano en toda su compleja integridad. Y en consecuencia, todos somos responsables, cada uno en su nivel, de lo que nos ocurre, más allá de que haya acontecimientos que se nos escapan de las manos, como este del virus que nos ha venido encima más allá de nuestras voluntades y proyectos, pues por mucho que nos creamos los reyes de la creación no podemos evitar formar parte de ella, de sus leyes y sus comportamientos, que no siempre podemos controlar. En gran parte, la enfermedad no depende de nosotros, pero los enfermos sí. Le pedimos a los médicos que no sean un extraño para nosotros, y así ha sido en estas difíciles circunstancias. También se lo pedimos a los políticos y a sus comités ‘científicos’, a los que se les debería exigir, aparte de una rigurosa formación, alguna clase de juramento hipocrático que se sitúe más allá de la obediencia ciega al Führer.