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Trump y Biden: del mono sapiens al homo sapiens, difícil elección - Carlos Díaz

Un conocido amigo, buen darwinista, tiene un mono al que denomina Adán. Supongo que tendrá también a la mona Eva para redondear la jugada. Algo debe de estar fallando estrepitosamente entre los enemigos de la evolución de las especies, pues ¿cómo podrían explicarme de forma convincente que yo haya logrado escribir cosas tan monas como la que sigue ahora, si no descendiera del filum antropomonoide? Imposible, tan imposible que en ocasiones llego a pensar: quien escribe con tan gran modestia como elegancia, con tanta lubricación de ideas, no lo escribe mi yo doctoral, sino el mono que hay en mí. Aunque a veces tiendo a pensar lo contrario, o sea, que no es el mono, sino el hombre que hay en mí quien escribe de forma tan excelente. La rivalidad crece en crueldad entre mi homo sapiens y mi mono sapiens, neoencéfalo contra arquiencéfalo, y, por más que me mire la fontanela, no doy con la cresta reptiliana que dicen separa ambos hemisferios cerebrales. ¿Me iré de este mundo sin saber si soy más hombre que mono, o más hombre que mono, o una subespecie malograda? Se admiten apuestas.

Aquel mono sapiens fue torturado para que confesara que era un verdadero brujo. Tras los primeros castigos a él infligidos por el homo sapiens, el pobre mono sapiens admitió su culpa, pero preguntó a sus verdugos ingenuamente, aunque con ánimo claramente exculpatorio, si no sería posible un mono brujo como él sin tener conciencia de ello. Entonces, como por ensalmo, ante la extraña palabra conciencia aparecieron multitudes como concitadas por un gran conjuro. Entonces llamaron al maestro del pensamiento, un tal Descartes que había nacido cosa y renacido persona (Re-nato), y que antes de dictaminar rogó mucha calma a las dos variedades del sapiens, la especie homo y la especie mono, ya que tenía que llevar a cabo unas meditaciones muy rigurosas, para las cuales precisaba de una laboriosa intususpección. Llegado el momento esperado, salió de su tienda de campaña como dicen que salen de su éxtasis los místicos después de ver a Dios, y, como entrado en trance, cataléptico, musitó casi inauditivamente estas breves y crípticas palabras: cogito, ergo sum, que alguien de su entorno tuvo a bien traducir para el pueblo: pienso, luego existo. Luego, lentamente, desapareció de la vista de todos, envuelto en una nube de pensamientos pensantes. Desgraciadamente los sapiens, ya monos, ya humanos, ya humanes, ya humonos, se enzarzaron entre ellos en una batalla dialéctica campal de magnitudes impensadas, sin que hasta la fecha hayan podido los tribunales del orwelliano Ministerio de la Verdad dictaminar si era previo el saber que no se sabe, o el saber sabido, no faltando los más cultos que apelaron al socrático sólo sé que nada sé, o al sancheziano quod nihil scitur, que nada se sabe, sin que faltaran los terroristas del tú no sabes nada, cállate la boca, te voy a partir la geta, etc. O sea, lo normal.

Enseguida la trifulca epistemológica fue convirtiéndose en choque de trenes, el litigio ha llegado a la calle, y el tira y afloja sobre quién ocupará la presidencia de la sabiduría capitolina, pues existe cierto riesgo de que el nudo gordiano no sea desatado, sino cortado por la espada. Estamos aún en ascuas, en vilo, y no nos llegan la camisa ni el protector bucal al cuello.

Mientras tanto, yo he sacado mi dinero del banco americano (cuento dólares, luego existo) con intención de transferirlo a la banca suiza, aunque me contuve, porque también la suiza es americana. Más tarde pensé en meter mis ahorritos en el colchón de lana de la abuelita, pero resultó que mi lana era americana y que la decente lana de mi colchón de oveja hispana la rechazaba. Finalmente opté por despistar y puse mi lana en el banco americano (donde también la tiene el dalai-lana), una estrategia para despistar a la CÍA, en la que la propia CÏA está especializada. Tuve ulteriormente la tentación de depositar el convoluto en un banco chino, pero me asaltó la duda: ¿terminarían mis dólares contaminados por el Covid? Casi sin aliento bajé a la calle dispuesto a morir con las botas puestas, es decir, con los cheques y los pagarés en mi bolsillo y en los bajos de mis pantalones especiales, pero alguien en plena refriega me derribó junto a una cloaca, que casi me engulle. Ya en el colmo de la desesperación me armé del valor que hasta entonces me había esquivado, llamé por teléfono a mi asesor financiero, que era también un gurú al que nunca vi perder la calma, pero había corrido que se las pelaba y ya se había instalado en el Hotel Monasterio del Tibet para desde allí mirar por encima al mundo, impasible el ademán que está presente en nuestro afán. La posibilidad de tragarme mis caudales y después quemarme a lo bonzo todavía no la he rumiado suficientemente pues -comida oriental- tiene los cuatro estómagos del rumiante. Además, me parece un tanto problemático eso de quemarme; por un lado es justo que nadie te arrebate lo tuyo, pero el harakiri, esa bajada del telón de tu vientre, no deja de ser un acto de violencia que tiene por castigo, según el Código de Manú, la ingesta de los propios excrementos.

Mientras tanto, a mí lo mismo me da que se declare campeón de los pesos mosca a Biden o a Trump de los pesos pesados, porque Beiden (en alemán beiden significa ambos) son los mismos genes degenerados, beiden trumposos, que van a caerle encima al dedo gordo del pie de toda la humanidad. No sé por qué me caliento la gorra con estas metafísicas que me impiden dormir, así que ¡abajo el monántropo!, ¡mueran las estrellas embarradas y las barras estrelladas! Joder.

Y, como las catástrofes nunca vienen solas, con tanto follón ni siquiera me va bien en mis negocios editoriales: “Una noche el señor Rudolph, de Nueva York, se encontró sentado en una cena junto al distinguido crítico Percival Pollard. –Señor Pollard, le dijo, mi libro Biografía de una vaca muerta se ha publicado anónimamente, pero usted no puede ignorar quién es el autor. Sin embargo, al comentarlo, dice usted que es la obra del Idiota del Siglo, ¿le parece una crítica justa? –Lo siento mucho, señor, respondió amablemente el crítico, pero no pensé que usted deseara realmente conservar el anonimato”1. No se lo digan a nadie, pero yo soy el señor Rudolph de Nueva York, y mis críticos son la Polla Record. Desgraciados. Ya dudo hasta de que este partido lo vayamos a ganar, y menos por goleada.

1 Bierce, A: Diccionario del diablo. Biblioteca del dragón, Madrid, 1986, p.20.

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