Artículos y debate sobre la crisis del COVID-19

En el Código de Hammurabi se dice que, si corre fama sobre la infidelidad de la mujer, ésta, por el amor al marido, debía someterse a la ordalía del agua. Entonces la mujer era arrojada a la corriente del caudaloso Éufrates; si salía con vida era considerada inocente, pero si perecía era tenida por culpable. En otras religiones la ‘prueba de las aguas amargas’ se aplicaba a las mujeres sospechosas de adulterio, no a las que confesaban y declaraban su culpabilidad. No deberíamos olvidar que este Código es el primer conjunto de leyes de la historia, ni que en él se enumeran las leyes recibidas por el dios Marduk para fomentar el bienestar entre las gentes. Qué alivio.

«Una israelita no debe prestar ayuda en el parto de una gentil, porque así ayuda a nacer a un hijo para la idolatría, pero una gentil puede prestar ayuda en el parto de una israelita. Una israelita no puede amamantar al hijo de una gentil, pero la gentil puede amamantar al hijo de una israelita en su propio domicilio»1. Al lado de esto el «ojo por ojo, diente por diente, cardenal por cardenal» resulta infinitamente más puro. No sé por qué tengo yo tanta impureza nacido con la ayuda de una vulgar partera, seguramente poco casta por razón de su mismo oficio.

LA EXPERIENCIA PASCUAL: JESÚS DE NAZARET, LA IGLESIA DEL SEÑOR JESÚS Y EL REINO DE DIOS QUE VIENE (II)

Creo que a través de estas tres palabras que serán siempre fundamento de nuestra fe (Jesús de Nazaret, Iglesia del Señor y Reino de Dios) podemos seguir centrándonos en el sentido de la experiencia de la Pascua. La Pascua que hemos de vivir en hondura espiritual peculiar este año 2020 que difícilmente que difícilmente vamos a olvidar. Son las tres palabras que ya señalábamos el domingo pasado y sobre las que volveremos, si Dios quiere, el próximo domingo.

1. JESÚS DE NAZARET

Como no podía ser de otra manera, las lecturas de la Palabra de Dios siguen insistiendo en la presencia viva del Resucitado Jesús de Nazaret después de la cruz. El sepulcro quedó vacío y, por medio de las mujeres que fueron a embalsamar su cuerpo, el encargo que todos recibimos es claro: «Id a Galilea y allí le veréis». La primera lectura es signo perfecto del empalme con lo que ya se nos decía el domingo pasado: «El día de Pentecostés Pedro, poniéndose en pie junto a los Once, levantó su voz y declaró: “Con toda seguridad conozca toda la casa de Israel que al mismo Jesús a quien vosotros crucificasteis Dios lo ha constituido Señor y Mesías”. Al oír esto, se les traspasó el corazón, y preguntaron a Pedro y a los demás apóstoles: “¿Qué tenemos que hacer, hermanos?” Pedro les contestó: “Convertíos y sea bautizado cada uno de vosotros en el nombre de Jesús, el Mesías, para perdón de vuestros pecados, y recibiréis el don del Espíritu Santo”».

El confinamiento ha hecho que broten del ser humano las necesidades más básicas: trabajo-pan, casa como derecho fundamental y palabra ante tanta falsedad y mentira.

Se están dando muchas respuestas que deben ser acogidas, ya sea desde el punto de vista intelectual, creyentes o no, que se dedican a la investigación, a la enseñanza, a la publicación, como otras desde el punto de vista de la experiencia religiosa vivida con profundidad. Ambas aportaciones comparten rasgos que les unen, porque ambas quieren aportar, con seriedad, a la vida de la persona orientaciones ante la realidad existencial que estamos viviendo.

Estamos ante la presencia del misterio.

Constatamos que los éxitos de las ciencias y el aturdimiento de las diversiones llevan a muchas personas a convertirse en ciegos y sordos para la luz que presenta el Evangelio.

Fe y razón se necesitan, pero el evangelio se comunica, como dice el apóstol Pablo, no con palabras elocuentes: «ni mi palabra ni mi predicación fueron con palabras persuasivas de humana sabiduría» (1Cor 2,4). Pero él sí fue un intelectual de su época y en el Ágora de Atenas, cuna de todos los humanismos posteriores, allí Pablo anunció a Cristo muerto y resucitado.

Querido Manolo, anuncias con este texto de hoy el final de lo que podríamos denominar Memoria de una pandemia. Has escrito mucho y buenísimo durante estos días tan especiales, y no me he perdido ni una sola de tus crónicas diarias, que tan gentilmente me has ido regalando. Siempre hay alguien que le supera a uno, y no sabes cuánto me complace que seas tú.

Dices que «si bien no puedo salir de casa, pasearé la casa con corbata roja, prenda que rarísima vez utilizo, según acostumbro hacer este día. Lo hago desde 1968, cuando me sumé en Madrid a las manifestaciones para conmemorar el Día de los Trabajadores. La noche anterior, había estado con dos miembros del PC imprimiendo a ciclostil montones de octavillas. Acudí a la Gran Vía, repleta de manifestantes, junto a mi amigo José Miguel Oriol. A la altura de Tribunal, dos grises arrearon detrás de nosotros, que corríamos como gacelas. También ellos eran ágiles y, probablemente, aprovechaban para salirse del meollo persiguiendo a dos imberbes. Sentí su aliento en la nunca y el torbellino de las porras sobre las espaldas. Quizás no nos detuvieron porque en el fondo no les apetecía y terminamos despistándoles por las traseras de San Bernardo. 

Si la muerte reclama un sentido a la vida, también es verdad que la vida reclama un sentido a la muerte. ¿No será que muerte y vida se han confabulado en esta crisis para que el hombre despierte al sentido de la vida y la muerte?

Este hombre que está queriendo sobrepasar la verdad, es decir, situarse por encima de ella, y que ha sido deslumbrado por sus ansias infinitas de vivir, ha dejado de lado la otra cara de su vida, que es la muerte. Este hombre que ha apartado de su horizonte existencial la muerte, aunque, por más que quiera, fenomenológicamente no la puede evitar.

¿No será que esta sobreabundancia de muerte que ahora padecemos está reclamando la atención sobre sí para ocupar su centralidad en la vida y en términos de igualdad con esta? ¿No será que la muerte, a través de la fuerza imperativa de su silencio, le está dejando sin palabra y por tanto sin vida?

Si el sentido común fuera el más común de los sentidos, seguro que esta situación no se produciría y la situación sería muy, pero que muy distinta.

Cuando comenzó el coronavirus en Wuhan, China, todos pensábamos: «que no llegue aquí». Al final llegó.

Llevamos 47 días confinados, más de una cuarentena, todo por el bien sanitario social, por no contraer ni contagiar a otros el Covid-19.

Algunos, aparte de confinados, hemos estado confitando. Pocas veces antes se había ejercitado la repostería casera con tanto denuedo, con la ilusión de colaborar todos los de la casa en su elaboración, olvidada por ser muy laboriosa y tener que dedicarle un tiempo que no poseíamos. El tiempo se nos iba de las manos, inmersos en una vorágine social de tener siempre que hacer cosas que creíamos tenían preferencia; y ahora, en estos días, nos damos cuenta de que el tiempo que es imprescindible aprovechar es el que dedicamos a las personas, no a las necesidades que nos imponemos, que, como estamos comprobando, muchas veces son superfluas.